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La conciencia secreta del empoderamiento




El término empoderamiento ha sido tradicionalmente mezclado y sustituido por otros vocablos como participación, equidad o inclusión como si fueran parte del mismo propósito, y esto no ha facilitado desarrollar correctamente su representación mental o la instrumentalización a favor de los Derechos de las Mujeres. Al igual que el lenguaje, las palabras que lo conforman tienen su propia historia, así como una estructura interna particular, que es la que verdaderamente las determina y actúa de soporte en su posterior evolución


El uso de las palabras va fijando su valor según se incremente o restrinja a través de experiencias, fenómenos y reflexiones, y muestra nuestros límites para la interpretación de la realidad. A las palabras debemos entenderlas así; como un reflejo y soporte de nuestra sociedad. Las transformaciones en el lenguaje también propician cambios en el imaginario de las relaciones entre géneros, y cuando requerimos palabras que no tenemos, las importamos e instalamos formalmente, como ha ocurrido con vocablos como fútbol, lobby, curry o máster. Una de las palabras que ha pasado este proceso y continúa haciéndolo con relativo crecimiento, es empowerment, traducido al español como empoderamiento.
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El término es complejo, se compone de diversos elementos y tiene diferentes interpretaciones según el contexto en el que lo utilicemos, y, aunque lo más común es hacerlo para manifestar la necesidad de generar cambios dentro de las relaciones de poder entre hombres y mujeres, también se usa al hablar de migrantes, de infancia, de víctimas de violencia, de promoción de derechos y ciudadanía, de desarrollo sustentable o de intervención comunitaria.
El concepto de empoderamiento nace de la indignación −en la década de los setenta− de la población afroamericana en Estados Unidos, la cual reclamaba un mayor poder para el ejercicio de sus derechos civiles. Posteriormente, se utilizaría también por el movimiento de liberación de las mujeres que se institucionalizaría en la Cuarta Conferencia Mundial de Beijing, en 1995, y se refiere al incremento de la participación de las mujeres tanto en los procesos de toma de decisiones como del acceso al poder para hacerla efectiva. La propia vida de las palabras ha avanzando desde entonces dando paso al empoderamiento frente a la participación, la inclusión o la no discriminación, ya que plantea no sólo que estemos presentes y seamos escuchadas y consideradas en los procesos, sino que formemos parte de esas estructuras donde se definen las prioridades y los mecanismos desde nuestras propias percepciones y el cómo queremos que sea ejercido ese poder que medio mundo requiere que sea mejor repartido.
Margaret Shuler, socióloga estadounidense, habla de empoderamiento como la “capacidad de las mujeres de configurar sus propias vidas y su entorno, una evolución en la conciencia sobre sí mismas”; Nelly Stromquist, especialista en educación comparada, añade en su definición el concepto de poder “el empoderamiento es un proceso para cambiar la distribución del poder, tanto en las relaciones interpersonales como en las instituciones la sociedad” y Freire(I) profundiza en la libertad individual frente a la opresión “libertad de los individuos de generar sus propios cambios desde dentro, contra una posición de dependencia”.
Aplicando empoderamiento a un contexto de género, estamos relacionando en un mismo proceso género y poder,y ambos conceptos deben estar clarificados para su posterior comprensión conjunta; el género no es solamente una categoría de roles que permite analizar cómo se construyen las identidades, sino que además genera supuestos, asume estereotipos y permite que al interior de las culturas se extiendan debates que interpretan según sus dogmas cómo debemos ser construidas las mujeres y a qué postulados debemos responder. Como no existen patrones únicos ni uniformes de valores, estos son definidos según lo hagan las sociedades; a mayor presencia del patriarcado, la construcción del género será menos equitativa.
Muchas de las teorías relacionadas con el empoderamiento han examinado su rasgo más sobresaliente: la noción de poder, su utilización y su distribución, para concluir que se encuentra mal repartido.
Acercándonos a la realidad que subyace al discurso, "poder" ha venido siendo una palabra maldita, y el término empoderamiento llega tal vez para recordarnos que requerimos un poder real para influir y producir efectos en otros; para tener acceso y control sobre los recursos económicos, políticos, sociales y−quiero resaltar especialmente− requerimos poder ideológico(II), puesto que la ideología genera, propaga, sostiene e institucionaliza las creencias, valores, actitudes y comportamientos, determinando la percepción de lo femenino y su poder; en este mismo sentido, las mujeres deberíamos también perder el miedo para superar la vulnerabilidad en que nos ha colocado la exclusión y la violencia en todas sus formas y para acceder a recursos y bienes que nos permitan desarrollarnos integralmente como personas en todos los ámbitos de la vida y desde una condición de libertad.
Las mujeres no planteamos con el empoderamiento un poder que domine o subordine, queremos un “poder para” tomar decisiones por nosotras mismas, participar en ellas, limitar las decisiones que se toman en nuestro nombre o poder para tomar decisiones que beneficien a la sociedad, poder para asumir responsabilidades, ser libres de nuestros actos y utilizar recursos propios.
Esto requiere sincerar las diferencias históricas que nos ha dejado la desigualdad, reconociendo que estamos en posiciones diferentes(III), así como reconocer los obstáculos mentales y económicos que nos dificultan el cambio, para lo cual debemos pasar por una reflexión crítica para marcarnos la línea de una acción transformadora. Las mujeres no tenemos los mismos recursos ni tenemos la misma influencia en la generación de discursos. Ni a nivel personal, familiar, político o comunitario estamos en la misma situación. La toma de consciencia de las dimensiones de nuestra opresión y la decodificación de los mensajes que aún hoy entendemos como válidos y que no lo son deben quedar al descubierto para saber dónde estamos realmente. Así iremos encontrando estructuras donde se sustenta el poder y veremos en ellas escrita nuestra historia como mujeres. Sólo si revisamos los espacios sociales, escenarios de poder, áreas de desarrollo personal y profesional, que existen pero que no nos pertenecen, podremos exigir mecanismos para ejercer lo que ya hemos obtenido con años de lucha y trabajo.
Si no nos hacemos conscientes de las estructuras y manifestaciones de opresión no sabremos como incidir en ellas para modificarlas, y esto debe hacerse como parte de un proceso social pacífico de acceso al uso y control equitativo de los recursos materiales y simbólicos. Posiblemente se requiera construir nuevas identidades no sólo masculinas, sino también femeninas, donde aprendamos a perder la timidez que nos supone ser mujer.
Según todo esto, la exigencia del empoderamiento se convierte en una demanda humilde y aún bastante modesta. Si las mujeres somos la mitad de la población y nuestra otra mitad se relaciona con nosotras mediante estructuras de poder y de dominación es razonable pensar que la repartición de poder equitativa se hace necesaria si es que queremos un mundo habitable para ambos grupos.
A favor del optimismo, recordar que la lucha por los derechos de las mujeres ha estado presente en Naciones Unidas desde sus inicios en 1945, y como testimonio de los cambios que se han logrado desde entonces podemos recordar que en aquel momento, de los 51 Estados Miembros, únicamente 30 permitían que las mujeres tuvieran los mismos derechos de voto que los hombres o que ocupasen cargos públicos. Las últimas décadas hemos asistido a un surgimiento de mujeres Jefas de Estado: en Brasil, Dilma Rousseff; Gloria Macapagal-Arroyo y Maria Corazón Sumulong Cojuangco Aquino en Filipinas; Laura Chinchilla Miranda en Costa Rica; la argentina Cristina Fernández Kirchner; Michelle Bachelet en Chile (hoy secretaria general adjunta de Naciones Unidas y directora ejecutiva de ONU Mujeres); Lidia Gueiler Tejada en Bolivia; Michèle Pierre-Louis en Haití; Mireya Moscoso Rodríguez en Panamá; Tarja Halonen en Finlandia; Pratibha Patil en India; Vigdis Finnbogadottir en Islandia; en Liberia Ellen Johnson-Sirleaf; la nicaragüense Violeta Chamorro; Mary Robinson en Irlanda; Chandrika Kumaratunga en Sri Lanka; Vaira Vike Freiberga en Letonia; Agatha Barbara en Malta; y, por supuesto, a la cabeza europea hoy Angela Merkel, son varios de los ejemplos más representativos de esta evolución.
Los cambios efectivos y tangibles pueden no estar precisamente a la vuelta de la esquina, pero recordemos que es un proceso en el que tenemos que seguir trabajando tan duramente como hasta ahora, porque aún hoy ocurre que desigualdades que se intentaron corregir hace siglos forman parte de las estructuras que representan el poder, e identificarlas es un reto mayor del que imaginamos.•
Referencias
I. Gramsci, Focault y Freire, entre otros.
II. Valoura, 2006
III. Esta noción de «capacidad de hacer elecciones» ha sido ampliamente debatida por A. Sen (2000) y retomada por N. Kabeer (2001)5, quien la amplió a la noción de “capacidad de las personas para disponer de las cosas y hacer elecciones”.

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